«Durante meses, Gustav Vigeland recorrió las calles de Oslo con la esperanza de que alguien lo descubriera. Llevaba la maleta llena de dibujos de esculturas que esperaba crear. Pronto se le acabó el dinero. Dormía en sótanos y zaguanes, y llegó a tener tanta hambre que puso a remojar las pastas de un libro para poder comerlas.»
— Emily y Ola D'Aulaire